Como todos los años, cuando se aproxima el
aniversario del referendo constitucional de 1978, se reabre el debate sobre la
reforma de la Constitución: su conveniencia, incluso su necesidad y su
improbabilidad. En los periódicos proliferan artículos de prestigiosos
constitucionalistas y entrevistas con políticos retirados, de los que
participaron en el debate constituyente; unos y otros convienen en que la
Constitución necesita algo más que retoques, unos y otros convienen en que no
se dan las condiciones necesarias para acometer la empresa con razonables garantías
de éxito.
El constitucionalismo comparado enseña que la
normatividad efectiva de un texto constitucional depende de su capacidad de
adaptarse a los tiempos. Ciertamente, la reforma de la letra –y la propia
Constitución española es un ejemplo- no es la única vía por la que puede
operarse la adaptación de la constitución a la realidad de cada momento; por
vía de interpretación, especialmente si, como en nuestro caso, se dispone de un
sistema de jurisdicción constitucional concentrada, o mediante cambios en otras
leyes que forman parte del denominado “bloque de la constitucionalidad” (en
España, al menos, los estatutos de autonomía y las normas reguladoras del
régimen electoral) pueden inducirse auténticas mutaciones constitucionales.
Pero esas vías son limitadas en su alcance, por una parte, y arriesgadas desde
la perspectiva política en cuanto la constitución, reformada por cauces ajenos
al formal, puede verse mermada en su legitimidad. La reforma, pues, se hace en
algún momento imprescindible. Durante la vigencia de nuestro texto de 1978, los
países de nuestro entorno han hecho, con toda naturalidad, reformas de calado
diverso. La constitución portuguesa de 1976, tan próxima a la nuestra por
tantos motivos, ha sido objeto de varias reformas, necesarias para traer la
norma suprema desde la Revolución de los Claveles al ambiente del Portugal
contemporáneo, que quizá también vive revoluciones, pero de otra especie.
Existe, creo, un razonable consenso en España
en torno a la necesidad de acometer, más pronto que tarde, siquiera un mínimo de
reformas que cabe calificar de técnicas: en síntesis, las analizadas en su día
por el Consejo de Estado a petición del presidente Zapatero. Pero también
existe la certeza de que las necesidades no paran ahí, sino que van más allá y
es en ese más allá donde los consensos saltan por los aires. Me refiero, obvia y fundamentalmente, a la
cuestión territorial, cuestión que, a su vez, es un eufemismo para referirse al
encaje de Cataluña y, en otra medida, el País Vasco. Y aquí nos encontramos,
quizá, con una diferencia respecto a otros aniversarios: el Partido Socialista
apuesta sin ambages por afrontar una reforma como remedio al problema, bien es
cierto que inarticulada.
En las actuales circunstancias, sería muy
razonable acometer una reforma que, como dice UPyD, nos dote de un marco
constitucional nuevo y válido para los próximos treinta años. Pero no está ni
mucho menos claro que exista un proyecto compartido que lo soporte. Hay
múltiples disensos, diversas concepciones sobre muchas cosas. Si se quiere
paradójicamente, la operación de construcción del consenso es ahora más difícil
que en los 70, precisamente porque hay más libertad, porque nada se presenta
como necesario. No creo que sea necesario abonarse a la tesis de que la
Transición fue un proceso “tutelado” o limitado para aceptar que, en aquel
tiempo, existían condicionantes que hoy, venturosamente, no se dan. La
Constitución de 1978 fue hija de lo posible, como todas, y el ámbito de lo
posible es hoy, quizá, más amplio.
Es claro, por supuesto, que el más radical de
los disensos es el que afecta a la definición misma del constituyente, que es
precisamente lo que el problema catalán pone en cuestión. Por eso mismo la
solución del Partido Socialista es, a mi juicio, errónea, al menos en el plano
conceptual: el problema que plantea Cataluña no se puede tratar, en rigor,
desde la Constitución o través de una reforma de la Constitución. Es posible
que la búsqueda de un tratamiento jurídico de la cuestión exija un cambio
constitucional, pero no será, en su caso, un cambio en la Constitución,
sino de constitución. El problema que se plantea en Cataluña tiene un
cariz pre-constitucional, en tanto es definición del propio constituyente. Para
reconducirlo a una cuestión tratable mediante una reforma constitucional, es
preciso un tratamiento previo, es preciso resituarlo. Es preciso, en pocas
palabras, partir de que Cataluña seguirá siendo parte de España.
Se dirá, con buen criterio –asumo que con el
criterio que sostiene el Partido Socialista- que la respuesta a si se quiere o
no formar parte de España dependerá siempre de qué España se proponga. Dicho de
otro modo, la reforma constitucional sí puede ser una vía de tratamiento del
problema, en cuanto, precisamente, crearía las condiciones en las que la
respuesta puede ser afirmativa. Esto, que es lógico, supone, a mi juicio, un
error político; la reproducción, a otra escala, del mismo error cometido en
1978. ¿Tiene sentido pedir de Cataluña un posicionamiento ex ante, una
expresión de voluntad? A mi juicio, lo tiene. Si se cree, verdaderamente, que
el empeño es imposible y, por tanto, la reforma, sea la que sea, no cerrará el
debate o, peor aún, lo cerrará en falso, no es que no merezca la pena acometer
la reforma constitucional, es que podrá acometerse desde claves muy distintas.
España puede diseñarse para acomodar a
Cataluña… o no. Y ello dependerá en buena medida de lo que quieran los
catalanes y el resto de los españoles estén dispuestos a aceptar. Ciertamente,
puede defenderse la inconveniencia de alterar en absoluto el marco
institucional, pero no parece tener excesivo sentido avenirse a alterarlo y
alterarlo gravemente, para resolver un problema que puede no tener solución, y
parece contradictorio que quien la busca –la solución- se conforme sin explorar
esa posibilidad. Hemos de saber si el empeño es inútil. La cuestión catalana
debe ser tratada por derroteros diferentes. Hay mil razones para reformar la Constitución, todavía no puede concluirse que Cataluña sea una de ellas.
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