lunes, 2 de diciembre de 2013

Hay mil razones para modificar la Constitución. Cataluña, de momento, no es una de ellas.


Como todos los años, cuando se aproxima el aniversario del referendo constitucional de 1978, se reabre el debate sobre la reforma de la Constitución: su conveniencia, incluso su necesidad y su improbabilidad. En los periódicos proliferan artículos de prestigiosos constitucionalistas y entrevistas con políticos retirados, de los que participaron en el debate constituyente; unos y otros convienen en que la Constitución necesita algo más que retoques, unos y otros convienen en que no se dan las condiciones necesarias para acometer la empresa con razonables garantías de éxito.

El constitucionalismo comparado enseña que la normatividad efectiva de un texto constitucional depende de su capacidad de adaptarse a los tiempos. Ciertamente, la reforma de la letra –y la propia Constitución española es un ejemplo- no es la única vía por la que puede operarse la adaptación de la constitución a la realidad de cada momento; por vía de interpretación, especialmente si, como en nuestro caso, se dispone de un sistema de jurisdicción constitucional concentrada, o mediante cambios en otras leyes que forman parte del denominado “bloque de la constitucionalidad” (en España, al menos, los estatutos de autonomía y las normas reguladoras del régimen electoral) pueden inducirse auténticas mutaciones constitucionales. Pero esas vías son limitadas en su alcance, por una parte, y arriesgadas desde la perspectiva política en cuanto la constitución, reformada por cauces ajenos al formal, puede verse mermada en su legitimidad. La reforma, pues, se hace en algún momento imprescindible. Durante la vigencia de nuestro texto de 1978, los países de nuestro entorno han hecho, con toda naturalidad, reformas de calado diverso. La constitución portuguesa de 1976, tan próxima a la nuestra por tantos motivos, ha sido objeto de varias reformas, necesarias para traer la norma suprema desde la Revolución de los Claveles al ambiente del Portugal contemporáneo, que quizá también vive revoluciones, pero de otra especie.

Existe, creo, un razonable consenso en España en torno a la necesidad de acometer, más pronto que tarde, siquiera un mínimo de reformas que cabe calificar de técnicas: en síntesis, las analizadas en su día por el Consejo de Estado a petición del presidente Zapatero. Pero también existe la certeza de que las necesidades no paran ahí, sino que van más allá y es en ese más allá donde los consensos saltan por los aires. Me refiero, obvia y fundamentalmente, a la cuestión territorial, cuestión que, a su vez, es un eufemismo para referirse al encaje de Cataluña y, en otra medida, el País Vasco. Y aquí nos encontramos, quizá, con una diferencia respecto a otros aniversarios: el Partido Socialista apuesta sin ambages por afrontar una reforma como remedio al problema, bien es cierto que inarticulada.

 
No es probable que la propuesta de reforma –incluso suponiendo que llegara a concretarse en algo más que una colección de eslóganes- prospere. En primer lugar porque el Partido Popular no está por la labor pero también porque no se sabe muy bien dónde están, a fecha de hoy, los partidos centrales del arco político catalán. Entrar en una dinámica de reforma constitucional implicaría un viraje en el discurso político de CiU, o al menos de Convergencia, que no parece estar en esas claves.

En las actuales circunstancias, sería muy razonable acometer una reforma que, como dice UPyD, nos dote de un marco constitucional nuevo y válido para los próximos treinta años. Pero no está ni mucho menos claro que exista un proyecto compartido que lo soporte. Hay múltiples disensos, diversas concepciones sobre muchas cosas. Si se quiere paradójicamente, la operación de construcción del consenso es ahora más difícil que en los 70, precisamente porque hay más libertad, porque nada se presenta como necesario. No creo que sea necesario abonarse a la tesis de que la Transición fue un proceso “tutelado” o limitado para aceptar que, en aquel tiempo, existían condicionantes que hoy, venturosamente, no se dan. La Constitución de 1978 fue hija de lo posible, como todas, y el ámbito de lo posible es hoy, quizá, más amplio.

Es claro, por supuesto, que el más radical de los disensos es el que afecta a la definición misma del constituyente, que es precisamente lo que el problema catalán pone en cuestión. Por eso mismo la solución del Partido Socialista es, a mi juicio, errónea, al menos en el plano conceptual: el problema que plantea Cataluña no se puede tratar, en rigor, desde la Constitución o través de una reforma de la Constitución. Es posible que la búsqueda de un tratamiento jurídico de la cuestión exija un cambio constitucional, pero no será, en su caso, un cambio en la Constitución, sino de constitución. El problema que se plantea en Cataluña tiene un cariz pre-constitucional, en tanto es definición del propio constituyente. Para reconducirlo a una cuestión tratable mediante una reforma constitucional, es preciso un tratamiento previo, es preciso resituarlo. Es preciso, en pocas palabras, partir de que Cataluña seguirá siendo parte de España.

Se dirá, con buen criterio –asumo que con el criterio que sostiene el Partido Socialista- que la respuesta a si se quiere o no formar parte de España dependerá siempre de qué España se proponga. Dicho de otro modo, la reforma constitucional sí puede ser una vía de tratamiento del problema, en cuanto, precisamente, crearía las condiciones en las que la respuesta puede ser afirmativa. Esto, que es lógico, supone, a mi juicio, un error político; la reproducción, a otra escala, del mismo error cometido en 1978. ¿Tiene sentido pedir de Cataluña un posicionamiento ex ante, una expresión de voluntad? A mi juicio, lo tiene. Si se cree, verdaderamente, que el empeño es imposible y, por tanto, la reforma, sea la que sea, no cerrará el debate o, peor aún, lo cerrará en falso, no es que no merezca la pena acometer la reforma constitucional, es que podrá acometerse desde claves muy distintas.

España puede diseñarse para acomodar a Cataluña… o no. Y ello dependerá en buena medida de lo que quieran los catalanes y el resto de los españoles estén dispuestos a aceptar. Ciertamente, puede defenderse la inconveniencia de alterar en absoluto el marco institucional, pero no parece tener excesivo sentido avenirse a alterarlo y alterarlo gravemente, para resolver un problema que puede no tener solución, y parece contradictorio que quien la busca –la solución- se conforme sin explorar esa posibilidad. Hemos de saber si el empeño es inútil. La cuestión catalana debe ser tratada por derroteros diferentes. Hay mil razones para reformar la Constitución, todavía no puede concluirse que Cataluña sea una de ellas.

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